Alma Delia Murillo
08/04/2017 - 12:05 am
Solteros de segunda mano
Ver que al arrojar el corazón golpea el cesto y por el suelo da un resbalón —Philip Larkin Esta edad rara es todo un fenómeno de la existencia.
Ver que al arrojar el corazón
golpea el cesto y por el suelo da un resbalón
—Philip Larkin
Esta edad rara es todo un fenómeno de la existencia.
Cuando te acercas a los cuarenta no eres ni muy viejo ni muy joven sino una cosa extraña, un vigía fronterizo entre el grupo de los rabiosamente inmaduros que a sus veintimuchos o treinta y pocos no conciben siquiera el quiebre que se avecina cuando bordeas las cuatro décadas (mátenme por la referencia), pero tampoco puedes decir que te identificas con la vejez en pleno. Pues no, cómo va a ser.
Lo verdaderamente jodido viene cuando eres arrojado al mercado de la soltería a semejante edad y tienes que especular con tu corazón cuyos niveles de colesterol y triglicéridos ya son de cuidado, cuando la cruda te dura tres días pues tu metabolismo ha perdido fiereza para procesar el alcohol y cuando te duele la espalda luego de usar tacones durante dos horas o simplemente por permanecer de pie en una barra donde la gente muy alivianada bebe sin extrañar una silla pero tú pides a gritos que brote un banco de la tierra en el que puedas sentarte.
Somos pues, los solteros de segunda mano, los de rebaja sobre rebaja, los que podríamos poner en nuestro anuncio “buen kilometraje pero motor en excelentes condiciones, dos únicos dueños”. Porque lo cierto es que ya vivimos en pareja o estuvimos casados —algunos más de una vez—, ya nos mudamos de casa con nuestra mitad patrimonial metida en cajas de cartón y nuestra mitad de tristeza devastadora bien arraigada en el cuerpo, con nuestro saldo de años a favor para recomenzar enredándose entre los pies mientras subimos las escaleras del nuevo departamento que por las mañanas parece espléndido y en las noches es pura desolación.
Ni qué decir de la colección de manías y creencias que ya llevamos encima: desde el tipo de alimentación —mil veces pinche posmodernidad y sus patologías asociadas a la longevidad— porque ya intentaste el veganismo o el vegetarianismo y estás de vuelta a la seductora carne roja o ya dejaste esa droga maligna llamada azúcar y sólo desayunas el milagroso jugo verde que es casi una parafilia entre los de nuestra edad; que si tienes o no deuda de hipoteca, que si tienes hijos del matrimonio anterior o que si aún quieres tenerlos, que si te volviste atleta de alto rendimiento, que si duermes en tu mitad de la cama o en posición transversal, que si has pensado en raparte la cabeza y mandar todo a la mierda para viajar a la India, que si te tiñes las canas o en un acto de resistencia contra los estereotipos permites que vayan colonizando tu cabellera… madre mía, me falta el aire.
Que si ya empezaste la revisión con el proctólogo, que si todavía estás ovulando, que si la familia te ha dejado en paz o aún insisten para que vuelvas con tu ex que era lo mejor de este mundo.
El enigma, la verdadera dificultad que encarna esta contradicción con patas, es tener edad de franco declive celular y anhelar el amor como adolescente. Somos el segmento Oxímoron del amor.
Porque eso es lo que sucede, que aún queremos enamorarnos y la memoria emocional encuentra un mecanismo misterioso para conseguir que la experiencia que antes sonaba a vendaval que te hizo jirones, ahora sólo sea el ruidito del ventilador moviéndose sobre tu cabeza.
Somos maduros —al menos anatómicamente—, somos adultos —al menos fiscalmente—, le hemos dado más de una vuelta al circuito amoroso completo y aún así queremos amar. Otra vez. Otra insensata vez.
Para colmo de la gracia del asunto (que no desgracia), debes entender que no puedes pararte con tus cuarenta frente a los cuarenta de otro y soltarle tu rollo de que sigues creyendo en el amor como animal insolente. Qué escándalo. No, eso no se puede. Así que ocurren los encuentros y tú pones cara de adulto contemporáneo macerado en experiencias y tiras tu discurso equilibrado que la vida te enseñó a punta de chingadazos y suenas de una civilidad y diplomacia existencial que no te la crees.
A veces pienso que ya que no podemos conocernos como lo hacen los perros, a mordidas, olisqueadas de trasero y gruñidos para saber desde el principio quiénes realmente somos, no vendría mal que los primeros encuentros con intenciones amorosas se dieran a oscuras o bailando, o de plano en silencio.
Cualquier cosa que aniquile la tarjeta de presentación racional que con los años acumula títulos y cargos cada vez más ostentosos pero que no son más que el blindaje “sofisticado” donde escondemos nuestro miedo.
Por suerte el amor es más listo que el hambre. Y que el miedo. Y que la fecha de nacimiento y la oxidación celular. Por eso insistimos y esperamos a que aparezca el roto para el descosido y el maltrecho para el malherido, cómo carambas no.
@AlmaDeliaMC
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